Comentario
Los premios proporcionaban además la posibilidad inmediata de la venta de las obras al Estado, con la consiguiente repercusión económica y moral, contemplada siempre en los sucesivos reglamentos aunque, eso sí, formulada no como una estricta obligación para la Administración, sino como la ambigüedad del si lo "juzgase conveniente". Conveniencia que, en la mayoría de los casos, obedece a razones económicas. Con todo no deja de ser un atisbo de esperanza en un país que, como recuerda Martín Rico en sus memorias, "salvo muy honrosas excepciones (que se pueden contar con los dedos de una mano) no hay aficionados a comprar; si se vende un cuadro, hay que recurrir a la recomendación: el arte en España no es una profesión que permite esperar en el estudio a que vengan a buscar las obras: hay sí, algún señor encopetado que creyendo hacer algún favor al artista le dice "¿Cuándo me regala usted uno de esos cuadros que hace?". No ha sido una sola vez que he oído esto".
La falta de un adecuado mercado artístico en España va unida a una cierta prevención generalizada, todavía hoy patente, por todo lo que rodea el mundo del arte, pues se cree vulgarmente, apuntaba un aficionado en 1874, que quien desciende por la peligrosa pendiente de la afición al arte, incurre en el vicio de ridícula prodigalidad, o transige con la impostura y prepara al incauto alguna celada mercantil. En consecuencia, no es de extrañar la buena disposición, en general, de los artistas para vender sus obras al Estado, aparte de constituir una de las principales diferencias entre estas exposiciones modernas, especializadas y profesionales y los certámenes anteriores más versallescos y sociales.
Las ventas representan, por lo tanto, la modernización de las exposiciones, su adecuación a las nuevas estructuras sociales, la respuesta a la economía de mercado como garantía de la igualdad de oportunidades para artistas y público, por lo que sus defensores las presentan repetidamente como objetivo último y hasta único y especial de estos certámenes.
Objetivo con mayúsculas no sólo por su periodicidad -al parecer, muchos artistas adecuaban su producción al ritmo de las exposiciones, no iniciando sus trabajos hasta que éstas se convocaban oficialmente, lo que explica las frecuentes solicitudes de ampliación del plazo de presentación de las obras -sino también por las tasaciones en sí mismas. Hoy, por citar sólo dos ejemplos de la primera y última exposición del siglo, pueden parecer ridículos los 35.000 reales pagados en 1856 a Luis de Madrazo, por su D. Pelayo en Covadonga, o las 6.000 pesetas de la Lección de memoria a Ignacio Pinazo en 1899, pero, realmente eran cantidades muy respetables, si se comparan con los sueldos anuales de los profesores de la Academia en esos años, 12.000 reales y 4.000 pesetas respectivamente. Otra referencia aplicable en el último caso pueden ser las 3.000 pesetas pagadas por el Estado en la puja por la Ermita del Santo de Goya, en 1896. Cantidades sobre las que oscilaba, por cierto, el precio de los hotelitos de clase media-alta en la recién abierta Ciudad Lineal de Arturo Soria.
Pero las adquisiciones públicas, a pesar de su importancia, no bastaban para que las exposiciones cumplieran adecuadamente con su función. Era necesaria también la colaboración de los particulares, porque, como se apuntaba desde "El Clamor Público", ya en 1854, "si los pueblos no ayudan en esta noble empresa sustentándolas -se refiere a las artes- al paso que el gobierno las hace germinar con el estímulo de las pensiones para estudiar en el extranjero y de los premios en las exposiciones, todos los esfuerzos serán estériles y se agotarán al nacer, en vez de crecer pomposamente hasta llegar a la cumbre de su antigua grandeza".
Tristes presagios que no se disipan con el sucederse de las exposiciones, tanto por la poca disposición de los posibles comprobadores como por la falta de colaboración de los artistas, pues, por un prurito de rancia honorabilidad que les impedía rebajarse a comercializar el arte, o simplemente, por aversión a cumplimentar todos los trámites de inscripción, se olvidaba con frecuencia de consignar el precio de sus obras, según exigía el reglamento. De esta forma no ayudaban a que estos certámenes se convirtieran en un auténtico mercado del arte, y más de un posible comprador tuvo que renunciar a su propósito ante la imposibilidad de encontrar un interlocutor válido para atender a sus propuestas.
Actitud de los artistas tanto más de lamentar cuanto que en España no se conocía la figura del marchante, imprescindible para el mercado del arte, básico para la mayoría de los movimientos modernos, pero incompatible con el carácter del artista español, que "si sabe que el marchante ha vendido en dos mil, lo que a él le ha comprado en mil, lo primero que piensa es que le han explotado, que le roban", recuerda, de nuevo, Martín Rico. En consecuencia, a pesar de alguna destacada adquisición particular, las compras oficiales eran la única salida segura para buena parte de las obras, contribuyendo a crear un mercado ficticio que, al final, no favorecería precisamente la evolución del arte español.